miércoles, 14 de octubre de 2009

Marcelo y El Señor A

Marcelo veía llover desde lo más profundo de sus sábanas. Era una mañana de octubre, y era casi mediodía. Flotaban en el ambiente millones de datos que importaban absolutamente nada para Marcelo. En el momento en el que las gotas llegaban al borde inferior de su ventana, Marcelo ya no recordaba que estaba lloviendo. Ese reguero de humedad coincidía exactamente con su ínfima capacidad para almacenar recuerdos.


Tres golpes secos, de nudillo, sacaron la cabeza de Marcelo fuera de su alambrada cien por cien algodón. Y, cuando su cabeza estuvo fuera, ya no recordaba el motivo para emerger de entre las caricias de sus sábanas. Miró a ambos lados de su cama y se volvió a esconder. Volvieron a sonar los tres golpes secos de nudillo y se volvió a repetir el proceso. Una, dos, tres, y hasta cuatro veces seguidas. Y ahora Marcelo vuelve a mirar a través de su ventana las lágrimas de lluvia resbalar por las mejillas de su ventana.


Al otro lado de la puerta, desesperación. Y calma por estar habituado a ese tipo de situaciones. El Señor A agarró el pomo de la puerta, lo giro noventa grados hacia la derecha, y empujó con el pie derecho la puerta. Desde allí pudo ver un bulto con forma humana retorcido entre las sábanas. y un cristal lleno de llantos que apenas permitía el paso de la poca luz que vagaba por las calles. Dio tres pasos, acompañados por tres crujidos del suelo de madera y se plantó ante el camastro de Marcelo.


El Señor A se quitó los guantes de piel. Estirando, de uno en uno, de todos y cada uno de sus diez dedos. Guardó los guantes en el bolsillo derecho de su gabardina, empapada por la lluvia. Colgó la gabardina en el perchero. Y se sentó a los pies de la cama de Marcelo, que seguía oculto entre la maleza de sus sábanas. El Señor A encendió un cigarrillo y golpeó dos veces el cuerpo oculto de Marcelo. Y Marcelo se incorporó de golpe. Miró a los ojos de El Señor A. Luego su boca y el chorro de humo que de ella salía. Y luego, de nuevo, sus ojos. No le dijo nada. Y, al otro lado de su ventana, seguía lloviendo.


El Señor A no precisaba de ninguna invitación para empezar a lanzar su arenga. Lo hacía, con una precisión casi suiza, cientos de veces en cada jornada laboral. Lanzó el cigarrillo contra el suelo, y lo retorció con la suela de su zapato derecho. Apoyó los codos contra la pared que quedaba a su espalda, y le explicó a Marcelo todos los detalles de la situación actual. Que le había tocado en suerte. Y que no había vuelta atrás. Que, desde aquel preciso momento él, El Señor A personalmente, gestionaría tanto los síntomas como sus posibles consecuencias de la nueva enfermedad que acababa de contraer. Y que no se preocupase, porque era un puro trámite. Que, probablemente, a partir del momento en el que él abandonase su casa se vería incapacitado para recordar nada de su pasado. Pero que eso era algo normal. Uno de tantos de los muchos efectos secundarios que, tanto la enfermedad como su posible medicación, le podrían acarrear. Y que intentase no resistirse porque, casi con toda certeza, sería en vano.


Marcelo miró hacia su ventana, y un par de lágrimas de lluvia después volvió a esconder la cabeza bajo las sábanas. El Señor A se puso de nuevo su gabardina, aún empapada, luego se puso sus guantes, cruzó los diez dedos de sus manos entre sí para acabar de ajustarlos, y abandonó su habitación. Allí dentro encerrados quedaron Marcelo, una colilla apagada y un puñado de consejos y proclamas. Y poco más. Fuera las gotas de lluvia seguían jugando a perseguirse.
A la mañana siguiente volvieron a sonar los tres golpes secos de nudillo en la puerta de la habitación de Marcelo. Y El Señor A no insistió. Volvió a entrar y volvió a reproducir el ritual de la mañana anterior. Guantes, gabardina, cigarro, discurso, gabardina y guantes. Y Marcelo también volvió a reproducir el ritual de la mañana anterior. Sábanas.


Y así se sucedieron un sinfín de días consecutivos. Tanto laborales como festivos. Y en todos y cada uno de ellos se repetía la misma historia. Como un bucle infinito y sin sentido de flashbacks pasados, presentes y futuros. Como un tiovivo absurdo en el que El Señor A procuraba hacerle recordar algo a una persona incapaz de almacenar recuerdos. Y en el que una persona como Marcelo no hacía el más mínimo esfuerzo por almacenar entre sus sábanas ni una sola de las palabras que escuchaba. Tan sólo contando el número de colillas que se acumulaban a los pies de la cama de Marcelo podríamos observar el paso del tiempo.


El Señor A jamás supo que había llegado tarde a comunicar la nefasta enfermedad a Marcelo. Y, El Señor A, jamás fue del todo consciente de que tantos años anunciando enfermedades por las camas de tantas gentes había terminado por contagiarle a él mismo de las noticias que se dedicaba a transmitir. Ambos nunca supieron que cuando la vida decidió arrancarles de cuajo su pasado, ellos ya habían decidido olvidarlo.

2 comentarios:

Señor PyP dijo...

No hay palabras gorrión Arritmia...

El día de la marmota dijo...

¿Marcelo se acordaría de cambiar las sábanas de vez en cuando? al final, por mucho que trates de olvidar cambiarlas,hay indicios que no fallan.
Lo digo por propia experiencia, yo hace años que decidí ser como soy,o sea un guarro, pero siempre hay quien te recuerda que vas por mal camino, sobretodo si compartes estas aficiones con alguien en un piso de 40 metros cuadrados.