¿Mentiendes?

Interior. Día. Lusimi, un ciudadano incapaz de recordar nada, abre un ojo para mirar un reloj y ubicarse en el tiempo. Luego lo cierra, abre el otro y mira cuanto le rodea para ubicarse en el espacio. Con las cosas básicas mucho más claras pone su mano derecha en forma de pequeño cuenco, la acerca a su trasero, transporta una ventosidad desde su ano a su olfato y decide que aún no es la hora de cenar. También, por el olor, puede corroborar que ha dormido una siesta de poco más de dos horas; y que los garbanzos que han sobrado a mediodía podrían ser una cena con las contraindicaciones que no aparecen, por extraño que pueda parecer, en la etiqueta que Cidacos adhiere a sus recipientes. Por lo que determina que tanto él mismo, como toda la mediocridad que le rodea está bajo control.

Lusimi ha elegido para su cabezadita durante su digestión a Telecinco como hilo musical. Ha asumido los riesgos y ha permanecido atento a la pantalla entre siete y doce minutos. De ese ínfimo detalle está seguro porque no ha tenido ni tiempo de tomarse su café con hielo. Ahora ya tan sólo es un café extremadamente largo (que no americano).

En esas dos horas y poco más, Luismi ha sido poseído por el espíritu de Belén Esteban. O, como él la suele denominar La Esteban. Que, al igual que el mote que se puso a si mismo Luis Miguel cuando era un crío, ha optado por un pseudónimo bastante poco trabajado. Y ahora esa tonadilla rítmica en el habla se le ha clavado en el hipotálamo. Es incapaz de razonar de forma sensata porque la cantinela le lleva por parajes hasta ahora desconocidos. Es incapaz de seguir a Alicia en su viaje al País de las Maravillas porque Carroll también tiene ese deje en el trazado de sus renglones. Es incapaz de sentarse a escribir nada que suene a otra cosa que a las arengas barriobajeras de La Esteban.

A media tarde, el Luismi, ha entrado en el bar de siempre. Ha apoyado el codo de siempre en el mismo lugar de la barra de siempre. Ha vuelto a tener la sensación de que en el Pallars los camareros van igual de lentos que los coches que rugen en el interior de Barcelona. Por eso ha alzado la voz más de lo debido en un bar en el que anidan poco más de tres (o sea, cuatro) parroquianos, para decir:

Un quinto… Te he pedido un quinto, ¿mentiendes?