GENEALOGÍA DE LA SOBREMESA (lección II)

El máximo error cometido, como refleja el cuadro en el momento en el que Sócrates acepta una copa de vino, consiste en seguir bebiendo lo mismo que en la comida. Sólo en caso de que la botella de vino no se haya terminado, debemos continuar bebiéndola tras el postre; es preferible que durante la comida nos aseguremos de vaciarla. Errores todos ellos marcados por la falta de ritmo y de técnicas para rebajar los excesos. En realidad aún quedaba mucho por descubrir, por eso no podemos achacar totalmente al anfitrión el fallo garrafal de no sacar en el momento oportuno unos profiteroles, un brazo de gitano, las peladillas azules y rosas del bautizo de su hija, o el turrón sobrante de navidad.
Actualmente tenemos mejoras técnicas: terminado el postre llega el sagrado momento del carajillo. Una botella de Soberano es lo más adecuado. Entre sorbo y sorbo podemos continuar discutiendo sobre si un tronco hace ruido al caer en medio de un bosque solitario. Después, el anfitrión deberá sacar unas botellas de patxarán y de licores variados.
Entonces, inmersos en digresiones y pajas mentales, antes de que el mundo esté apunto de ser arreglado por los más elocuentes, llega la merienda. El anfitrión tiene que medir el temple de la situación y sacar de la despensa –o sea ese imprescindible cuartucho lleno de latas de mejillones en escabeche y navajas convervadas en aceite omega- lo mejor para su público. Tras arduos estudios sociológicos, nos decantamos por el brazo de gitano, los profiteroles, y las tartas rellenas de crema con trozos de fruta; si eso no fuese posible, deberemos improvisar, ni que sean con unos polvorones aplastados. Sólo así empalmaremos una buena sobremesa con la cena.
Pero eso, como decíamos, los griegos no lo sabían.